En el mundo occidentalizado se vive ya, en todas partes, del mismo modo: en Milán y en París, en Londres o Nueva York, en Hong Kong como en Buenos Aires o la Ciudad de México. El reloj global de la economía, la producción y el consumo marca el ritmo de la máquina moderna con una sola variable significativa: la diversa participación al bienestar. En esta tendencia a la nivelación y la uniformidad, ¿qué sentido tiene el reclamo de una identidad cultural europea?
Nadie podría poner en duda que a la base de la laboriosa unificación económica y política del viejo continente se encuentra una más profunda identidad espiritual, cuando menos como una exigencia de compensación.
Pero, ¿en cuáles tradiciones funda sus raíces semejante identidad? Y, del otro lado de los procesos de integración material impuestos por la globalización, ¿existe un patrimonio al cual dicha identidad pueda confiarse?
Al responder a estas simples preguntas el velo de la obviedad con el cual se viste la retórica europeísta se desgarra y exhibe un problema que exige reflexión. No es fácil encontrar los puntos cardinales, culturales y espirituales, de una identidad europea, ante la cual aparentemente nadie se encuentra capacitado a recuperar de modo tal que genere consenso. El extravío de nuestras raíces culturales es ya una realidad.
En el brillo de la superficie de la moneda europea se esconde una Europa olvidada de sí misma, incapaz de cuidar sus propias tradiciones espirituales. Esta frágil identidad aparece expuesta a dificultades y peligros que la sacuden y amenazan: los intereses y las particularidades nacionales, las oleadas de pobreza que exigen límites en el espejismo del bienestar, el encuentro entre culturas y religiones alimentado de las tensiones geopolíticas y el incremento del flujo migratorio. Ante la densidad demográfica también el cristal de la civilidad corre el riesgo de fundirse. En esta situación, ¿qué significa ser europeo?
Tenemos a la mano una respuesta segura. La tradición del pensamiento occidental basada en nuestros sistemas de educación y de enseñanza nos ha habituado a pensar que la identidad europea se remonta en primer lugar a la cultura griega, a la filosofía y a la ciencia que nos legaron nuestros antiguos padres. Con el horizonte abierto a su civilidad, los griegos han puesto las bases para que Europa llegara a ser lo que es.
Pero esta idea de Grecia como origen de Europa, ¿no es tal vez un mito también? ¿El mito de los orígenes perdidos, que primero el Humanismo y luego el Renacimiento, después el Clasicismo y el Romanticismo alemán han creado para su propio uso y consumo, y sobre el cual hoy, de otra manera, tenemos la tentación de reapropiarnos? Nosotros europeos -bien hacemos al preguntarnos- ¿somos verdaderamente los herederos de los griegos?
A pesar de que la conciencia de los orígenes clásicos de Europa vaya debilitándose, en nuestra autorrepresentación cultural sobrevive una voluntad difusa de imitar a los griegos. De Nietzsche a Heidegger no se ha renunciado a aquel pasado, y siempre de nuevo se ha intentado transformarlo en tradiciones y recuperar nueva savia simbólica que dé sentido a nuestro futuro.
Pero, ¿cuál es la Grecia que se reclama, la clásica o la helenista? ¿Bizantina o humanística? ¿Clasicista o romántica? Si no debemos olvidar lo que nuestra identidad debe al patrimonio cultural griego -que es reconquistado cada vez en un complejo proceso de reapropiación-, también es verdad que su recepción se ha recortado en el tiempo a través de multiplicidad de acercamientos en los cuales se ha hecho valer un principio: ¡a cada uno su propia Grecia!
Por otro lado, permanece una interrogante: ¿la identidad europea puede ser simplemente aquella redonda y ebúrnea que nació, toda entera, de Grecia? Por sugestiva que sea, la imagen de un origen unitario de Europa desde el espíritu griego muestra sólo un rostro de nuestra identidad; otros componentes confluyen en la formación de la civilidad europea: la romanidad, el hebraísmo, el cristianismo, la influencia árabe y bizantina.
Para recordarles, sería necesario un largo viaje a través de la formación de la identidad europea, al final del cual nos encontraríamos en la situación que Nietzsche describió en la segunda Consideración intempestiva: el hombre contemporáneo, enfermo de mentalidad historicista, es como un turista ocioso en los jardines del pasado y observa con admiración la res gestae antigua, las grandes civilizaciones y personalidades, pero permanece él mismo sin savia vital, sin una identidad fuerte, originaria, que lo vuelva capaz de una acción verdaderamente histórica.
La pregunta que se impone es también ésta: ¿Europa puede confiarse a una identidad cultural fuerte?
Sí y no. No, en el sentido de que Europa ha nacido de la estratificación de muchos componentes, y no coincide con ninguna de esas particularidades. Sí, porque no se puede negar que tales componentes se han compactado en un horizonte unitario, en un mundo cultural que es en el que nos encontramos y en el que nos reconocemos. Pero, ¿cómo se define esta unidad si ella misma no proviene de Atenas ni de Jerusalén, y no presenta ni los rasgos típicos de "greciedad" ni los de la tradición hebraico-cristiana como tales?
Podemos decir -haciendo nuestra una tesis sugerida por Rémi Brague (Europa, la vía romana, Gredos, Madrid, 1995)- que el modelo cultural de Europa es Roma. Esto es, nosotros europeos tenemos características culturales afines a las de los romanos, y nos comportamos de forma parecida al modo en que la "romanidad cultural" hizo con los griegos y la "romanidad religiosa" con el hebraísmo.
Así pues, para Brague "romanidad" significa "secundariedad cultural", es decir, la actitud de saber recibir y saber transmitir, encontrar lo que es propio solamente a través de lo que es el otro o el extranjero.
En este sentido, la romanidad más que conformar una identidad, indica la especial actitud oblicua que consiente en formarse en la apertura con lo otro, que es capaz de "pensarse en el lugar de cada otro" -para emplear una fórmula kantiana-. De tal modo que admite ser "católica", no en el sentido confesional sino según el significado griego del término: "universal". Nuevamente, no porque lo seamos de hecho, sino porque lo queremos y podemos ser.
Artículo escrito por Franco Volpi y publicado en el periódico Reforma el 11 de diciembre de 2005
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